martes, 28 de abril de 2020

Un baile lento

Algunos días puedo pasar casi una hora sin pensar en el sabor de tu boca. 
Afuera, el cielo está nublado y las calles están húmedas y dos pájaros pisaron ligeramente el pasto amarillo.

Hace dos semanas me paré en el malecón y miré hacia el agua – la barandilla estaba bien,  conchas rotas decoraban la playa – había estado jugando en las máquinas traga monedas y lo perdí todo menos un peso.
Traté de imaginarte lejos, aprendiendo el sonido de tu nuevo país donde, en ese momento, ya era de noche.

Algunas cosas echan raíces  en el cerebro y simplemente no se van.
Extrañar a alguien es como escuchar un nombre dicho despacio en algún lugar detrás de ti.
Incluso después de que sabes que nadie está ahí, sigues mirando atrás.

Cuando miro hacia atrás en mi vida, siempre veo a la escuela –los bares, el asfalto gris, y un árbol gigante- donde jugaba en los veranos con harapos.
No amaba a nadie aún, excepto tal vez a mis padres a los que amaba más que nada cuando me dejaban solo.
Solía tener sueños húmedos pensando en una chica llamada Diana.
Ella era un poco mayor que yo.
Quería besarla tanto que solo al pasar por su casa me tropezaba de la nada con la esperanza de que ella estuviera en el porche.
A veces  se ponía esos jeans cortados, y  una cicatriz con forma de bellota brillaba arriba de su rodilla.
En algunos sueños apenas la tocaba, luego explotaba.
Una vez en la vida real en una fiesta le pregunté si quería bailar una canción lenta conmigo.
Un grupo tocaba y, asustado casi hasta quedarme ciego, la jale hacia el ritmo de ensueño donde mi cuerpo trató de expresarse, pero a la mitad de un minuto de la canción se soltó de mi nervioso agarre y se alejó –ella sabía que yo no sabía qué hacer con mis pies.
Me pregunto dónde está ahora, y todas esas personas que me vieron parado ahí con la música llenándome las manos.

Mujer, te extraño, y algunas tardes está bien.
Pienso en esa bebida de limón que solías hacer y en las historias –acerca de tu abuela, acerca de las abejas que cubrieron tu casa, las noches de disparos, y los montones de ranas gigantes en la lluvia.
Pienso acerca de la primera vez que puse mi mano en tus hombros.
Pienso en el arroz, en esa lámpara que se prendía y apagaba por sí misma, y esas ciruelas que daban vueltas por días en el contador de la cocina.

Recuerdo sostenerte contra el retrete, con el sol rozando la ventana, el llamado suave de tus caderas, y el intrigante parpadeo de las campanadas de tus ojos.
Tu boca, como un sábado, recuerdo tus muslos largos, como se abrían en el sofá.
A veces te extraño de la manera en que alguien ahogándose recuerda el aire.

Pienso en que nadie entiende realmente que el reloj siempre está enseñando acerca de la manera en que las cosas desaparecen.

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