Hay algo acerca de limpiar la casa, es como si mi cerebro asociara las escobas y trapeadores con los recuerdos que trato de olvidar a toda costa y en algún punto el candado que con recelo cierro cada día se abre y ¡bum!, ahí están: los días de campo, las caminatas por la playa, las canciones que me sé letra por letra y que cuando suenan, tengo que irme corriendo a encerrarme, no vaya a ser que las cante y una lágrima se me salga.
Soy buena escondiéndome, y escondiendo lo que siento también, soy buena, en verdad, soy como un camaleón que sabe exactamente lo que lo rodea y está preparado viendo a todos lados en caso de que el peligro se esconda detrás de la más pequeñita hoja de papel. Esa soy yo, y por años he practicado, en la escuela (porque soy maestra), los niños hacen chistes cuando creen que no los estoy escuchando y dicen que no tengo corazón ni sentimientos. Se me da muy bien regañarlos y ponerles castigos, lo que no saben es que practico a diario conmigo misma. He practicado también con mi familia, que apenas tienen noticias mías cada que me llaman, y si decido contestar.
Y se preguntarán qué rayos me pasó.
Y se harán suposiciones de que seguramente fue algo relacionado con el amor.
Y tendrán razón.
Siempre es algo que tiene que ver con el amor, ¿no?
Es tan real, amar con todo lo que se tiene y perdelo también después de que el ser amado decide partir en busca de nuevas aventuras, en busca de algo que jamás iba a encontrar quedándose a mi lado, porque estabamos estancados, porque yo vivía una existencia feliz a su lado pero él no estaba satisfecho con mi deseo de quedarme aquí, atada a una vida que conocía a la perfección y que se había hecho mejor con su llegada, él, por el contrario, sentía una necesidad insaciable de recorrer el mundo y más allá, de vivir experiencias extremas, y a mí me daba miedo hasta mi sombra.
Así que finalmente se fue, y yo me quedé con el dolor atado a mis pies, con los recuerdos en la mesa, pidiéndome que los abrazara, pero no me lo permití. Y ahora vivo mi vida sin sentimientos ni amores, es mejor, de verdad, hasta que un lunes por la mañana hago la impieza y las ventanas están empolvadas y saco el trapo del mismo cajón y comienzo a limpiar y los recuerdos salen y no logro contenerme y salgo corriendo y grito: ¡José dónde carajos estás!, pero sé que es demasiado tarde y él está demasiado lejos y no volverá.
Así que me compongo, me vuelvo a cocer las heridas y entro en la casa donde los recuerdos también vuelven a esconderse.
Mi vida es aburrida en verdad pero vuelvo a ella porque es lo único que me queda.
Hasta que un día mirando por la ventana ahí está, al principio no sé si es verdad o una alucinación causada por la falta de comida, pero veo perfectamente claro a José caminando por la calle. Imaginé por tanto tiempo ese momento: correría hasta él y le pediría que jamás se volviera a marchar, le diría que no he logrado olvidarlo, pero en la vida real, lo único que logro hacer es sonreir.
Pero él sabe leer mis sonrisas, ¡uff!, había olvidado lo talentoso que es con el lenguaje corporal, y aunque lo intento, no puedo disimular ni callar lo que he guardado por tantos años.
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