El viernes de la semana pasada tenía que ir al banco y de pura casualidad me encontré a unos tíos que iban al mismo lugar que yo, así que me dieron raite. Estábamos platicando y de repente un silencio absoluto se sintió casi tangible. Y fue ahí que me puse a reflexionar acerca de cómo en mi vida me he dedicado a llenar espacios vacíos. Cosas tan pequeñas como los silencios me ponen nerviosa, me hacen sentir incómoda y prefiero hablar -de lo que sea, todo con tal de que el silencio se vaya.
Puedo ver en las personas pequeñas piezas que hacen falta, y en vez de alejarme, trato de hacerme espacio, de alguna manera termino regalándoles pedazos de mí para que se completen.
Y están mis espacios vacíos, en el estómago, en el corazón, en la piel, que a veces trato de llenar con cosas mundanas: más salidas, comprar más ropa, ir a otro lugar el fin de semana.
Hasta que finalmente un día me quedo completamente sola en mi cuarto -otro espacio que se siente vacío cuando no tengo nada que hacer, y es ahí cuando me doy cuenta de que la felicidad no va a venir cuándo termine por darme por completo a los demás, sino que vendrá cuando finalmente esté cómoda y acepte que los vacíos son necesarios, que nadie está completo y la felicidad llega cuando encontramos la belleza en las cosas rotas, en las paredes blancas y desgastadas, en los silencios que no vamos a llenar solo por que sí.
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