Estoy muy enojada, estoy a punto de que algo dentro mi explote. Estoy en casa y estoy aguantándome las lágrimas para que ella no se de cuenta de lo mucho que me duele todo.
¿Alguna vez me sentí así antes? No lo creo. Con ganas de salir a la azotea y gritar hasta que me duela la garganta.
Estuve pensando y le di mil vueltas al asunto: me dije que no debo enojarme así, que por las noches no tengo que levantarme a cada hora, que tengo que aprender a dormir otra vez.
¿Y por qué me enoja tanto?
Es como si un día se hubiera dado cuenta de que la casa que compartimos seguía en pie y le dio miedo: le dio miedo que los demás pudieran verla, que se asomaran por la ventana y los recuerdos estuvieran aún vivos, que con solo verla pudieran resurgir sentimientos que con tiempo y dedicación se propuso enterrar.
Entonces pensó que lo mejor sería quemarla. Un día, cuando se hizo de noche y la oscuridad reinaba, fue hasta ella y con un galón de gasolina en mano se encargó de rociar alrededor, las paredes, los muebles, no dejó un rincón intacto, no quería que algo pudiera sobrevivir. Y prendió fuego, sin detenerse a pensarlo dos veces, sin titubear: prendió el fuego que acabaría con todo.
Dime, ¡¿No pensaste que aquella casa también me pertenecía a mí?!, que tenía cosas de valor ahí, que mis sentimientos no estaban tan enterrados como los tuyos, porque aunque lo intenté yo no puedo ser así.
El pasado es eso: PASADO. ¿Por qué le temes?, ¿por qué te consume la idea de pensar que te va a alcanzar?, ¿acaso me ves a mí quemando todo a mi alrededor como tú lo hiciste?
Yo nunca haría eso, porque yo estoy orgullosa de lo que fui: porque eso me hizo convertirme en lo que soy, y me ha hecho más fuerte que nunca.
No vayas por ahí quemando cada cosa solo porque crees que el pasado está presente en ella: podrías quemarte.
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