Un día, mientras lavaba los trastes, y veía al mismo
tiempo su novela favorita, Raquel recibió una llamada que le cambió la vida
para siempre. En aquellos tiempos no había identificadores de llamadas, por lo
que las bromas telefónicas eran en pan de cada día, sin embargo, en el momento
en que descolgó el teléfono, Raquel supo que aquello era cosa sería.
-Tu marido te está engañando –le dijeron y rápidamente
colgaron. Había sido una mujer la que le habló, y no notó ni una sola nota de
duda en sus palabras.
Raquel se desconcertó y comenzó a pensar en su vida: se
había casado joven, como dictaba la tradición en su familia y aunque no era
feliz, al menos estaba haciendo lo que se suponía que debía hacer. Había tenido
7 hijos, ahora tenía incluso nietos, “y todo se lo debo a él”, pensaba.
Siguió viendo su novela, terminó de lavar los trastes y
trató de olvidarse de la llamada aunque no lo consiguió del todo.
Cuando su marido llegó, como de costumbre, le sirvió la
cena y preguntó cómo había estado el día.
-Ya sabes –contestó él –estoy cansado.
Y Raquel no notó ninguna diferencia, su marido se veía
normal, como siempre se había visto, pero de repente, un montón de dudas se
comenzaron a desatar dentro de ella, y cuando fue hora de dormir, no logró
conciliar el sueño durante toda la noche.
Pasaron semanas y se olvidó por completo del asunto,
seguía con su rutina, llevaba a sus nietos a la escuela, cocinaba, hacía el
quehacer, lavaba, y siempre se mantenía ocupada. Cuando pasaba por la calle de
su pequeño pueblo, todo el mundo la saludaba, era bien conocida.
De nuevo se encontraba
viendo su novela favorita cuando el teléfono sonó. Sintió como el
corazón le daba un brinco, y de repente, tenía miedo de contestar.
-Tu marido está en el siguiente pueblo, con su piruja. –Y
colgaron, de nuevo la misma voz, sin rastros de duda.
“¿Qué hago?” se debatía Raquel. “¿Qué voy a hacer si no
tengo a este hombre conmigo?”
Pero su coraje fue más grande que sus temores, salió
disparada de su casa, cruzó la calle y le habló a su vecino, que siempre había
sido un buen amigo para ella.
-Llévame al siguiente pueblo –le dijo, casi como una
orden.
No tardaron mucho, no había tráfico y su vecino manejaba
a prisa. No hablaron en todo el camino, Raquel no tenía ganas de dar
explicaciones.
Cuando finalmente llegaron, Raquel reconoció la camioneta
de su marido, estaba aparcada en frente de un bar, y justo cuando ella iba
acercándose, ésta comenzó a avanzar. Ahí estaba, “la piruja”, como le habían
avisado y el hombre con el que había compartido más de la mitad de su vida. No
dudó ni un instante, y a pesar de que había carros que avanzaban, se paró en
medio del camino, justo antes de que la camioneta pasara, y con las manos a la
cintura, dijo:
-¿A dónde crees que vas?
Los carros le pitaban para que se quitara, pero ella no
lo hizo, esperaba por lo menos una explicación. Vio los ojos de su marido
desorbitarse, y como pudo, metió reversa y cobardemente escapó de su
confrontación.
Raquel volvió a meterse al auto de su vecino, y
simplemente dijo:
-Ya podemos regresar al pueblo.
Fue directo a casa de su comadre más querida y lloró
junto con ella, en su regazo, como una niña pequeña.
-¿Segura que era él? –le preguntaba ella.
Y ni siquiera respondía. Se sentía destrozada y
humillada, quién sabe por cuánto tiempo aquella situación estaba pasando
delante de sus narices. ¡Y la forma en la que él se había escapado!, no lograba
concebir que alguien fuera así de cobarde y sinvergüenza.
Fue hasta su casa después de un rato. Se recostó y
prendió la televisión, solo para no escuchar sus propios pensamientos.
Muy adentro, sabía exactamente lo que tenía que hacer. Estaba
aterrada, escuchaba la voz de su mamá diciéndole “no importa lo que tú marido
te haga, tú te casaste y habrás de aguantarlo hasta la muerte”, y con esas
palabras en mente, comenzó a sacar la ropa de su marido al patio, seguida de
sus zapatos, y una que otra cosa de aseo personal que encontró. Fue a pedirle
gasolina a su vecino, hizo una montaña bastante grande con las cosas que sacó,
y sin pensarlo un segundo, les prendió fuego.
Nadie había llegado a casa aún, esperó a que el fuego se
apagara. Entró a la casa, tomó el teléfono y habló con su hija, después con
otra y en total, hizo siete llamadas.
Finalmente, agarró sus llaves y le puso seguro a la
puerta.
“A esta casa no vuelves a entrar”, pensó.
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